Pbro. José Marcos Castellón Pérez
No se puede negar el crecimiento de la violencia en nuestra patria hasta alcanzar ya cifras descomunales de muertos y desaparecidos. Sólo en Analco, uno de los barrios fundacionales de Guadalajara, últimamente se han verificado homicidios a plena luz del día y en lugares públicos muy concurridos como el Mercado de los Elotes, una menudería, una peluquería, la Central Vieja, la calle Obregón y otros. Esta violencia de dimensión nacional y alarmante ha generado dos actitudes igualmente perjudiciales para la convivencia ciudadana: la indiferencia y el miedo.
Para algunos, los asesinatos, levantones y todo tipo de desgracias son leídos matemáticamente: se trata de “uno más”, es sólo una cuenta de números sin rostro e incluso de un juicio sumario: “en algo malo andaría”; terminamos acostumbrándonos a la violencia y lo vemos ya como algo normal de nuestro paisaje social. En otros ciudadanos, esta situación, que manifiesta ya un deterioro social mayúsculo y una claudicación de la autoridad ante el problema de la seguridad, genera un miedo paralizador, dejando de participar en la vida social, lúdica e incluso religiosa; se llega del trabajo o de la escuela para encerrarse en la casa, sumamente protegida, sin querer salir y dejando los espacios públicos en manos de la delincuencia.
Frente a esta situación, algunas comunidades parroquiales han tomado la loable iniciativa de promover la reconciliación y la paz, con un gesto muy sencillo, pero muy elocuente: hacer una oración o celebrar una Eucaristía en el lugar donde fue asesinada una persona, en la casa de los dolientes, en el lugar del levantón o donde se encuentra el cuerpo de quien dejó de existir por manos homicidas. Incluso, comunidades que organizan una pequeña peregrinación a ese lugar, como espacio tocado por el mal que debe ser redimido por la presencia de quienes desde la fe son conscientes de que el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino el Resucitado y la vida eterna que solamente él ofrece.
Este gesto puede ser leído como una prudente denuncia profética a aquellos hermanos que están provocando sufrimiento y muerte porque no es una condena de su persona, sino un momento de oración para pedir a Dios por su conversión. Es un gesto de reconciliación y de reconstrucción del tejido social, puesto que los cristianos, como nuestro Maestro, debemos pedir la gracia del perdón y de la contención del deseo de venganza, que provoca más sufrimiento y descomposición social. La presencia humilde y orante de la Iglesia en esos momentos es muy significativa para los dolientes, porque pesa sobre ellos el señalamiento de su familiar desaparecido o asesinado como miembro de la delincuencia, por eso es un bálsamo que sana y que reivindica a la familia en su deseo de integración a la comunidad a la que pertenece; es simbólicamente la declaración de inocencia de quienes más sufren las pérdidas y muchas veces se sienten juzgados. Es la enseñanza de que la paz se logra orando, con la disposición de trascendernos.